Michelle no come brócoli. Dice que “es feo”. Marcelo se niega a consultar un tema con Gustavo. Dice que “es un idiota”. La diferencia entre Michelle, mi hija de cinco años, y Marcelo, mi cliente de 45, no parece tan grande. Pero en el caso de Marcelo, gerente de marketing para América latina de una conocida multinacional, las consecuencias son mucho más graves. Gustavo es el ejecutivo a cargo de la línea de productos más importante en la región de esa misma compañía. Si Marcelo actúa unilateralmente, hará un desastre. No sólo creará problemas operativos; también pondrá en riesgo las relaciones entre su función y la división de Gustavo.
Tanto Michelle como Marcelo sufren del mismo mal: arrogancia ontológica; es decir, la creencia de que nuestra experiencia define la realidad. “Lo que a mí me parece — piensa el arrogante ontológico— es así.” En consecuencia, “si a alguien no le parece lo mismo que a mí, está equivocado”. Marcelo llama a Gustavo “idiota” porque no piensa igual que él. Como todos los infectados por el “virus” de la arrogancia ontológica, Marcelo se considera dueño de la realidad. Cree que sus opiniones son “la” verdad, en vez de “su” verdad.

Jean Piaget, el famoso psicólogo del desarrollo cognitivo, realizaba un fascinante experimento con niños. Le daba a un chico un cubo pintado mitad de rojo y mitad de verde para que se familiarizara con él. Luego se sentaba frente a él y, sosteniendo el cubo en sus manos, le preguntaba: “¿Qué color ves?”. “Verde”, respondía el niño correctamente. La siguiente pregunta era: “¿Qué color crees que veo yo?”. Los chicos de cuatro o cinco años respondían sin dudar: “Verde”. Pero Piaget descubrió que, entre los seis y los ocho años, desarrollaban la capacidad cognitiva de adoptar una perspectiva distinta.
Por lo que he visto, más que personas que tienen 45 años, muchos ejecutivos tienen 40 años de experiencia en tener cinco años. “El cliente es un abusador”, “Los de informática son inaguantables”, son algunas de las frases que reflejan la arrogancia ontológica en las organizaciones. Estas frases y, en especial, la ideología que encierran, impiden el diálogo productivo. La arrogancia genera conflictos e incomunicación que lastiman la
efectividad de la tarea y las relaciones de trabajo.
Ya que es imposible operar sin opiniones, ¿cuál es la alternativa? ¿Cómo opinar sin convertirse en un arrogante? La clave es adoptar una postura de humildad; aceptar que mi perspectiva de las cosas no es la única posible. Que mis opiniones reflejan mi reacción frente a los hechos y no los hechos en sí mismos. Esta reacción está condicionada por mi información, mis intereses y necesidades. Si otras personas tienen información, necesidades o intereses distintos, aun frente a los mismos hechos, sus opiniones serán distintas.
El lenguaje de la humildad ontológica se basa en la apropiación de mis opiniones y en la consideración de las opiniones de los demás. Para establecer un diálogo de aceptación y respeto mutuo no sólo debo aprender a expresar mi opinión, sino también el razonamiento que la funda y sus consecuencias. Igualmente, es necesario aprender a indagar en el razonamiento que funda la opinión del otro y las recomendaciones que se derivan de ella. Estas son competencias fundamentales que la mayoría de los profesionales nunca adquiere.
… es necesario aprender a indagar en el razonamiento que funda la opinión del otro…

La madurez del ser humano se refleja en su capacidad de integrar distintas perspectivas. Para ello hay que superar el apego a la perspectiva propia y aceptar las perspectivas ajenas. El diálogo es más rico y productivo cuando se consideran todas las opiniones; es decir, cuando ninguna se
presenta como la única verdad. El problema es que cuanto más permiso tiene la gente para hablar francamente, más diversidad de opiniones surge, y más aparecen los conflictos. Es fundamental, por ello, aprender a lidiar con estos conflictos, productiva y respetuosamente. Justamente, el tema del próximo artículo.

La próxima vez que un colega llegue tarde a una reunión, escuche su explicación. Probablemente la “culpa” sea de otra reunión que “se extendió”; o del tránsito, que cada vez está peor. Son razones válidas, pero las causas alegadas no son las únicas que provocaron la tardanza. Si la reunión anterior se prolongó, él decidió quedarse; o, al calcular la hora de salida, no tomó en cuenta el tránsito. Hay muchas causas razonables, pero algunas promueven la capacidad de acción, mientras que otras quitan poder a quienes las esgrimen.

La noción convencional de responsabilidad es causal: uno es responsable por las consecuencias de
sus acciones. Esta noción conlleva un estigma de culpa cuando el resultado es indeseable. ¿Quién se sentiría orgulloso de ser responsable de un fracaso? Antes que responsabilidad, eso es culpabilidad. Más poderoso es concebir la responsabilidad como la habilidad de responder a las
circunstancias. Este tipo de responsabilidad es incondicional, ya que siempre tenemos la capacidad de elegir nuestra conducta. Y asumirla genera una sensación de poder porque se concentra en aquello en lo que uno puede influir.

Cuando jugamos a las cartas no tenemos control sobre la mano que nos toca. Si nos quejamos por las cartas que recibimos nos sentiremos abrumados y débiles. Pero si nos concentramos en cómo jugarlas, nos sentiremos aplomados y poderosos. Aun si al final perdemos, hemos tenido la oportunidad de probar nuestra habilidad haciendo lo mejor posible con las cartas que nos tocaron. Lamentablemente, muchas personas prefieren concentrar la atención en los aspectos que están fuera de su control. “Con estas cartas no se puede jugar”, dicen. Llamaremos a esta tendencia el virus de “la víctima”. Un virus que causa estragos en la vida de los individuos, en las organizaciones y en la sociedad. En esencia, equivale a falta de responsabilidad.

 

El afectado se siente víctima de circunstancias que no puede controlar, e incapaz de hacer algo al respecto. Para aliviar su frustración, concentra la atención en factores que no puede modificar. Así se siente inocente, pero a un costo alto: la impotencia. La víctima, al atribuir causalidad a factores incontrolables, clausura la posibilidad de modificar la situación. Al no verse como parte del problema, tampoco puede verse como parte de la solución. El protagonista, al revés de la víctima, concentra su atención enaquellos factores sobre los que puede influir. Se considera parte integral del sistema que generó un resultado no deseado y, por ende, punto de palanca para cambiarlo a fin de que produzca un resultado mejor. Sabe que hay factores que están fuera de su control, pero los toma como un desafío a encarar.

Dejar de ser víctima para convertirse en protagonista implica abandonar el apego a “tener la razón” y a la tendencia a demandar que otros se hagan cargo de los problemas.

Recuerdo el caso de un gerente de Ventas, furioso porque la empresa había organizado las vacaciones de su personal sin consultarlo y quedaría con poca gente durante un período crítico. “¿De quién es el problema?”, le pregunté. “Del departamento de Recursos Humanos, por supuesto”, contestó enojado. Insistí: “¿Quién está sufriendo por esa decisión?”. “Yo”, respondió. “Entonces —repliqué—, si el problema es tuyo, no importa quién lo haya causado. Te sugiero abandonar la ilusión de que otros se ocuparán de tus problemas, simplemente porque piensas que los causaron. Te sentirás mucho mejor si te haces cargo de la situación y tratas de solucionarla. Aun si fracasas, el mero acto de hacerte responsable y dar lo mejor de ti te hará sentir orgulloso.”

Mi experiencia con líderes de todo el mundo indica que el virus de la víctima es universal. Pero también lo es la cura. Cuando las personas comienzan a verse como protagonistas de su destino, sus organizaciones y sus vidas se expanden con un nuevo sentido de poder.

¿El e‐mail caliente o la conversación “en frío”? Las respuestas parecen obvias; pero quién no ha sucumbido alguna vez a la tentación de los dulces o al exabrupto. Los científicos han encontrado una altísima correlación entre la capacidad de demorar la gratificación y la salud, tanto física como mental. La disciplina es una de las bases fundamentales de la felicidad y del éxito. Asimismo, las compañías que subordinan lo (que aparece como) urgente a lo importante generan rentabilidad, crecimiento y valor para los accionistas mucho mayores que las que se enfocan sólo en la coyuntura. Como explica Jim Collins en Good to Great, las compañías extraordinarias son las que tienen “gente disciplinada, pensamiento disciplinado y ejecución disciplinada”.

En el primer artículo de esta serie hablamos de cinco “virus” asesinos de la productividad. En éste nos ocuparemos del No 1: la miopía ética. El “infectado” (ya sea un individuo o una organización) actúa en aras del placer inmediato, aun sabiendo que sus acciones son contraproducentes en el largo plazo. Y lo llamamos “miopía ética” porque lo lleva a traicionar sus valores.

¿Por qué es tan difícil dejar de fumar o hacer una pausa reflexiva antes de responder a una crisis? ¿Por qué es tan tentador imponer nuestras ideas sobre otros sin siquiera escucharlos? Porque estamos programados biológicamente para enfocarnos en la demanda del momento, incluso a costa de dejar “fuera de foco” las consecuencias de largo plazo.

Por miles de años, la supervivencia del ser humano dependió de su reacción automática ante el peligro o la oportunidad. Esta capacidad se basa en un cortocircuito del sistema nervioso. En situaciones de intensidad emocional –al ver un camión que se nos viene encima, por ejemplo–, la parte del cerebro a cargo del pensamiento racional, la más lenta y deliberativa, queda “fuera de línea”. La parte más atávica, el cerebro instintivo, asume el control: guía al organismo hacia el placer, alejándolo del dolor. Este piloto automático es una espada de doble filo. En muchas

situaciones, lo que parece conveniente en el momento es, en realidad, mortífero. En La Odisea, Homero nos da un ejemplo de esta “atracción fatal”, y de cómo enfrentarla. Ulises se dispone a navegar cerca de la isla de las sirenas, famosas por su canto irresistible, que atrae a los navegantes hacia arrecifes donde se hunden con sus barcos. Para evitar el desastre, hace que los marineros sellen sus oídos con cera y les exige que lo aten al mástil e ignoren sus órdenes. Esta restricción le permite exponerse a la tentación sin hundirse en ella.

Los mares organizacionales están plagados de sirenas. Algunos de sus cantos dicen: “Si quieres hacer esta venta no le digas al cliente que la fecha de entrega prometida te resulta imposible de cumplir”, “Si quieres conseguir el préstamo no le digas al banco que uno de tus mayores clientes está por declararse en quiebra”, “Si alguien no apoya tus ideas, considéralo un enemigo y quítalo de tu camino”. Para muchos gerentes (y sus organizaciones), estos cantos son tan irresistibles como desastrosos.

Taparse los oídos no es posible; hacen falta todos los sentidos para navegar las turbulentas aguas del cambio permanente. ¿Cuál es el mástil al que uno puede atarse para mantenerse en la senda correcta cuando cantan las sirenas? La única seguridad duradera es el compromiso con valores trascendentes como la responsabilidad, la honestidad, el respeto, la integridad. Cuando no estamos enajenados, sabemos que estos valores son la clave de nuestro éxito, nuestra felicidad, nuestra autoestima. Sin un compromiso profundo con ellos —compromiso que parecerá “irracional” en el momento de la tentación—, personas, organizaciones, y hasta naciones, se hunden sin remedio.

Por ello es fundamental que los líderes de cualquier grupo se tomen el tiempo para “atarse al mástil” de la ética. Sólo encarnando estos valores puede un líder dar el ejemplo y guiar a su equipo a puerto seguro.

“¡Alarma! Este organismo está siendo atacado por un virus. Tomar medidas urgentes para contrarrestar la infección.” Con este “llamado a las armas”, el sistema inmunológico se aboca a protegernos de amenazas a nuestra salud.

“¡Alarma! Esta computadora está siendo atacada por un virus. Tomar medidas urgentes para contrarrestar la infección.” Con este “llamado a las armas”, nuestro programa antivirus se aboca a protegernos de amenazas a la salud informática.

“¡Alarma! Esta organización está siendo atacada por una serie de virus. Tomar medidas urgentes para contrarrestar la infección.” En la mayoría de los casos, este “llamado a las armas” no tiene respuesta. Con serias consecuencias para nuestra salud social.

Todas las organizaciones están expuestas a
“virus culturales” que amenazan su
existencia. La mala noticia es que muy
pocas tienen sistemas inmunológicos o
programas antivirus capaces de hacerles frente. ¿Cómo llegan estos virus al sistema operativo organizacional? Escondidos en un “caballo de Troya”: la mente de cada uno de sus integrantes. ¿Y cómo llegan a la mente individual? Las personas nacemos con ciertas debilidades que son explotadas por virus ideológicos latentes en la atmósfera social.

Todo ser humano (y toda organización integrada por seres humanos) sufre las consecuencias de cinco virus instalados en su “bio‐software” desde la más tierna infancia:

 

  • Miopía ética: valores subordinados al éxito inmediato
  • Irresponsabilidad: filosofía de “víctima de las circunstancias”
  • Arrogancia ontológica: mi verdad es “la” verdad única
  • Negociación narcisista: sólo me siento ganador si los demás pierden.
  • Compromisos vacuos: falta de integridad y cuidado por el acreedor.

La miopía ética es la búsqueda incesante de gratificación inmediata. El “infectado” siente compulsión a actuar, aun sabiendo que las acciones, momentáneamente placenteras, generarán sufrimiento futuro. Un ejemplo individual: un adicto a las drogas. Un ejemplo organizacional: una compañía adicta a los resultados trimestrales, como Enron.

La irresponsabilidad es el foco en explicaciones basadas en factores fuera de control; una historia en la que uno es víctima de las circunstancias. El “infectado” se ve como un objeto a merced de fuerzas que lo dominan. Un ejemplo individual: el niño que dice que su juguete “se rompió” (él no tuvo nada que ver). Un ejemplo organizacional: el gerente que dice que “el proyecto se demoró” (él no tuvo nada que ver).

La arrogancia ontológica es la creencia de que mi percepción del mundo es la verdad objetiva; que quienes no ven lo que yo veo están ciegos. El “infectado”

se cree dueño de la realidad y reclama obediencia por cuanto él posee “la razón”. Un ejemplo individual: un niño que no come brócoli “porque es feo” (en vez de “porque me sabe mal”). Un ejemplo organizacional: el vendedor que acusa a los clientes de “difíciles” (pues no sabe cómo ofrecerles una propuesta de valor que les resulte atractiva).

La negociación narcisista es la intención de aumentar mi autoestima destruyendo la de mis oponentes. El “infectado” necesita probar que tiene valor y poder, y su estrategia es desvalorizar y quitarles poder a todos aquellos con los que trata. Un ejemplo personal: el de dos hermanitos peleando por quién se come “esa” galletita del plato (aunque hay diez más iguales a “esa” en el paquete). Un ejemplo organizacional: las peleas entre gerentes que intentan “construir sus imperios”.

La falta de integridad es la incongruencia entre lo que se promete y lo que se hace, la auto‐indulgencia que permite deshonrar la palabra empeñada. El “infectado” promete sin intención de cumplir, y rompe sus promesas sin aviso previo, sin disculpas y sin cuidado por el damnificado. Un ejemplo personal: el dicho “quien presta un libro a un amigo, pierde un libro y pierde un amigo”. Un ejemplo organizacional: el

permanente retraso de las reuniones porque nadie respeta el compromiso horario.

Esta ha sido una presentación de los virus “asesinos de la productividad” en su dimensión personal y organizacional. En próximos artículos trataré cada uno de ellos en profundidad, explicando sus orígenes, consecuencias y, lo más importante, la manera de desarrollar defensas para eliminarlos.