La próxima vez que un colega llegue tarde a una reunión, escuche su explicación. Probablemente la “culpa” sea de otra reunión que “se extendió”; o del tránsito, que cada vez está peor. Son razones válidas, pero las causas alegadas no son las únicas que provocaron la tardanza. Si la reunión anterior se prolongó, él decidió quedarse; o, al calcular la hora de salida, no tomó en cuenta el tránsito. Hay muchas causas razonables, pero algunas promueven la capacidad de acción, mientras que otras quitan poder a quienes las esgrimen.
La noción convencional de responsabilidad es causal: uno es responsable por las consecuencias de
sus acciones. Esta noción conlleva un estigma de culpa cuando el resultado es indeseable. ¿Quién se sentiría orgulloso de ser responsable de un fracaso? Antes que responsabilidad, eso es culpabilidad. Más poderoso es concebir la responsabilidad como la habilidad de responder a las
circunstancias. Este tipo de responsabilidad es incondicional, ya que siempre tenemos la capacidad de elegir nuestra conducta. Y asumirla genera una sensación de poder porque se concentra en aquello en lo que uno puede influir.
Cuando jugamos a las cartas no tenemos control sobre la mano que nos toca. Si nos quejamos por las cartas que recibimos nos sentiremos abrumados y débiles. Pero si nos concentramos en cómo jugarlas, nos sentiremos aplomados y poderosos. Aun si al final perdemos, hemos tenido la oportunidad de probar nuestra habilidad haciendo lo mejor posible con las cartas que nos tocaron. Lamentablemente, muchas personas prefieren concentrar la atención en los aspectos que están fuera de su control. “Con estas cartas no se puede jugar”, dicen. Llamaremos a esta tendencia el virus de “la víctima”. Un virus que causa estragos en la vida de los individuos, en las organizaciones y en la sociedad. En esencia, equivale a falta de responsabilidad.
El afectado se siente víctima de circunstancias que no puede controlar, e incapaz de hacer algo al respecto. Para aliviar su frustración, concentra la atención en factores que no puede modificar. Así se siente inocente, pero a un costo alto: la impotencia. La víctima, al atribuir causalidad a factores incontrolables, clausura la posibilidad de modificar la situación. Al no verse como parte del problema, tampoco puede verse como parte de la solución. El protagonista, al revés de la víctima, concentra su atención enaquellos factores sobre los que puede influir. Se considera parte integral del sistema que generó un resultado no deseado y, por ende, punto de palanca para cambiarlo a fin de que produzca un resultado mejor. Sabe que hay factores que están fuera de su control, pero los toma como un desafío a encarar.
Dejar de ser víctima para convertirse en protagonista implica abandonar el apego a “tener la razón” y a la tendencia a demandar que otros se hagan cargo de los problemas.
Recuerdo el caso de un gerente de Ventas, furioso porque la empresa había organizado las vacaciones de su personal sin consultarlo y quedaría con poca gente durante un período crítico. “¿De quién es el problema?”, le pregunté. “Del departamento de Recursos Humanos, por supuesto”, contestó enojado. Insistí: “¿Quién está sufriendo por esa decisión?”. “Yo”, respondió. “Entonces —repliqué—, si el problema es tuyo, no importa quién lo haya causado. Te sugiero abandonar la ilusión de que otros se ocuparán de tus problemas, simplemente porque piensas que los causaron. Te sentirás mucho mejor si te haces cargo de la situación y tratas de solucionarla. Aun si fracasas, el mero acto de hacerte responsable y dar lo mejor de ti te hará sentir orgulloso.”
Mi experiencia con líderes de todo el mundo indica que el virus de la víctima es universal. Pero también lo es la cura. Cuando las personas comienzan a verse como protagonistas de su destino, sus organizaciones y sus vidas se expanden con un nuevo sentido de poder.